miércoles, 8 de julio de 2009

Dioz 1.

Originemos por un momento una ficción que contemple el que, antes de que este mundo se levantase en sí mismo - esta realidad autosustentada con sus reglas convencionales -, existía otro plano más grande, complejo, caótico y desbordante, con sus propias convenciones, sustentos y habitantes, los cuales a su vez lo subjetivaban y torcían y ampliaban. Digamos luego que de allí, centraremos nuestra atención en un ser, uno básicamente igual a nosotros, el que, emborrachado más de la cuenta, o caído de la escalera, accidentado por algo común se fue a blanco, se le apagó la tele, desapareció y resurgió en este sitio, el que llamamos nuestro. Sólo que de este lado, todavía no existía lo que conocemos por universo de posibilidades, materia, conjeturas, ilusiones... Estaba él, nada más. Solo, y temeroso del vacío y su soledad. Definamos, además de su miedo, su vestimenta: una camisa de hospital y una etiqueta con su nombre.

- Dioz... - leyó susurrando.

Agreguemos, para ponerle sazón, que, del otro mundo, el que aquí llamaremos "Diocito" se había estado queriendo despedir. Unas últimas cartas a su madre con sutiles guiños, una llamada a su hermana (que no contestó), unas peleas y reconciliaciones que lo dejaron vacío, un boleto de tren para escapar de una fatalidad inminente. Cosa curiosa, lo primero que hizo en este espacio fue tratar de recordar al reino anterior. Movimientos alocados e inútiles, ademanes de querer rayar en el vacío un nombre, una palabra. Todo futil.

De pronto, una imagen se le presentó: Él y un otro, irreconocible, conversando en un bar. Y luego su padre, abrazándolo. Y luego él mismo, en el andén, susurrándose con voz cortada: "Diocito... Diocito... Diocito...". Cerró los ojos, tratando de borrarla, de borrarlo todo y dormir, pero nada.

De una muerte imaginable había pasado a una fantástica y tangible desesperación.

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