domingo, 6 de septiembre de 2009

La Gía 1.

La Gía se iergue al borde de la Entel, sus brazos en una V invertida con las palmas abiertas y los dedos muy juntos, semejando alas de palomas o series acopladas de espadas japonesas que son su forma de sostenerse y no caer al abismo, temblando a velocidad así fuese ella misma una vibración estabilizando su espectro acuoso en la imagen mientras se concentra en percibir lo que la ha llamado a levantarse sobre el precipicio, no natural, urbano y por lo tanto inventado, una potencia de abismo hasta hace unos minutos, sin que la camisita ni el pelo azul laguna le chicotearan al viento, sólo nosotros dos cruzando tarjetas por visores de láser de emoción cero y subiendo de ascensor en escalera, peldaños, pisos y botones. De puerta en puerta atravesadas nos íbamos diciendo que sugiriésemos apenas cada pisada y que el pasamanos estaba condenadamente frío no por la estación sino por la altura.


Qué curiosa nuestra disposición en los peldaños con las sinuosidades ambulatorias del viento y las alusiones breves, en susurros, al final posible, fatal, de nuestro proyecto. Parecíamos militares del espíritu a pasos de estar muertos, con quince años cicatrizados en las muñecas como el único reloj electrónico que nos habría podido corresponder, si no fuera porque nuestro tiempo real vivía en los pequeños imperceptibles quistes de fosforescencia detrás de las cosas, como que al apretar el último piso en el tablero electrónico de brillo purpúreo-verdoso la Gía me dijera que la Entel está hecha de nueve, resumiendo con ello a la chica en el doceavo que sólo observa el texto de las voces al hablar, el gasfiter privado en medio del sótano cuya imaginación crea y presencia las circunstancias verdaderas que por descontado nunca le será posible presenciar, la adolescente en la entrada cuyo ritmo respiratorio altera el ritmo subjetivo-experencial de cualquiera a través del viaje inaudible de las ondas de ese sonido y que viene todos los días porque acompaña a su madre en el trabajo, la secretaria cuyo monólogo interior reproduce idénticamente los diálogos ocurridos hace treinta años por dos gemelos refugiados en un sótano al norte de Temuco que agonizaban, y así hasta llegar a las nueve que esta mañana nos servirán de excusa o validación de nuestro plan: ser, por cuantos minutos fuese posible, iguales en cognición al cielo de Santiago.

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